Yo tenía 8 años y cursaba el 3º grado en la escuela. La enseñanza del español era estructural, aprendí en aquel tiempo conceptos tales como fonema, gramema, lexema, objeto directo, indirecto y circunstancial, entre otros.
Una ocasión, la maestra Minerva Guillén, con acento en la e, como nos informó el primer día de clases, nos indicó que debíamos redactar un cuento e ilustrarlo.
Ya en la casa, mi hermano Alfredo y yo nos sentamos a resolver nuestras respectivas tareas escolares; Alfredo terminó con su encomienda, pero yo no sabía qué escribir.
La imaginación, dice Vigotsky, depende de la cantidad de experiencias sociales y en los niños es más desbordada debido a que el razonamiento no ha completado su proceso de desarrollo y de interconexión con las funciones psicológicas básicas.
Los cuadernos que tenía eran de colores, es decir, el total de hojas era 100 y estaban repartidas en grupos de 25; se veían muy bonitos, pues al cerrarlo, era un conjunto de hojas multicolor azul, rosa, verde y amarillo.
Hice el intento, creo que mi cabeza estaba hueca, no se me ocurría aventura alguna de nada en particular. Mi hermano, solícito y amable, se ofreció a ayudarme y comenzó con el dictado. No recuerdo el argumento, pero sí que los personajes fueron un caballo, un conejo y una zanahoria.
Al día siguiente pude entregar mi tarea y Alfredo ganó un sello de abejita en mi cuaderno.
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