El pequeño Bernardo, moreno y con sobrepeso, ingresó a la escuela; el niño tendría alrededor de año y medio de edad y un diagnóstico médico que decía algo así como “deficiencia mental severa. No educable, no entrenable y no adiestrable. Se recomienda moverlo para evitar que se allague”.
Gerardo lo tomó entre sus manos, lo elevó, dio unas volteretas al menor para finalizar dejándolo parado sobre la colchoneta durante un segundo, aproximadamente. La mamá abrió mucho los ojos, se asustó pues suponía que su hijo no sería capaz de alcanzar a mantener el equilibrio.
Después de hacer un chequeo de las potencialidades del bebé, Gerardo sonrió y aseguró a la joven señora que trabajaríamos con el menor para que lograra avances.
El chico recibió toda clase de estimulación, ejercicios motrices y sensoriales; había un espejo que abarcaba la mitad inferior de una pared, así que también se utilizó para que el alumno se reconociera, y se le decía constantemente su nombre.
Bernardo se golpeaba la cabeza cuando se desesperaba o se enojaba por no conseguir que su mamá le diera alimentos. Gerardo me indicó que cada vez que el niño se golpease, yo debía decir un “¡NO!” contundente mientras bajaba la mano para colocarla en el costado del menor. Las autoagresiones cesaron después de un tiempo.
El fortalecimiento muscular de Bernardo y la consolidación de los reflejos llevó casi un ciclo escolar, fue un trabajo constante y arduo.
Al cabo de casi dos ciclos escolares, Bernardo logró los avances esperados para un bebé de año y medio, tenía prensión palmar, sus músculos habían alcanzado a fortalecerse para sostener y cargar el peso de su cuerpo, era capaz de caminar sostenido de la mano, volteaba cuando escuchaba su nombre, sonreía, comprendía instrucciones muy sencillas,, entre otros comportamientos.
Por último, Gerardo me instruyó y modeló la manera de provocar que Bernardo tuviese la iniciativa de levantarse y caminar. El niño era guiado por mí hasta el lugar en que se hallaba una silla pequeña, ahí yo decía “sentado” al tiempo que le ayudaba a ejecutar la acción: parado de frente al asiento, un giro, la colocación de los glúteos sobre el asiento, que la espalda tocase el respaldo y los pies sobre el suelo. Con el niño bien sentado, Gerardo, que se encontraba a casi un metro de distancia, mostraba a Bernardo la fruta; utilizaba dos palabras para atraer su atención “Bernardo, ten”. El niño volteaba hacia la fuente del sonido y en el campo visual estaba la recompensa, sonreía, se incorporaba y se tomaba de mi mano para incorporarse y avanzar. El apoyo se fue haciendo cada vez menor, primero fue mi mano, luego una bufanda hasta que llegó a hacerlo por sí solo.
Trabajamos con Bernardo durante tres ciclos escolares, al cabo de los cuales yo sugerí a la mamá que llevase al niño a la clínica del IMSS donde le habían proporcionado el pronóstico de desarrollo de su hijo, esto para demostrarles lo erróneo de su vaticinio.
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